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Knock out al cáncer

Mi nombre es Juan Carlos Durán, nací en el Gran Buenos Aires, más concretamente en San Justo, en Julio de 1959. Soy hijo de María y Álvaro, dos inmigrantes que como tantos otros, llegaron a estas tierras con un sueño bajo el brazo como único capital, escapando de una Europa desolada por las guerras.

Como buen niño adaptado, me crié en un hogar de humildes trabajadores donde faltaba de todo, pero sobraba dignidad. De mis padres aprendí el amor al trabajo y los valores esenciales de la vida, valores que hoy en día se los transmito a mis hijos.

De mamá obtuve el dulce amor de sus “te quiero” y sus caricias y de papá el cariño severo de un padre noble que tuvo que abrirse camino en la vida a los golpes, pero siempre con mucha dignidad. Por supuesto que yo me refugiaba en los brazos de mi madre (en el fondo no aceptaba las enseñanzas de mi padre y creía que la vida había sido particularmente dura para él). Era el típico chico que no daba problemas, servicial, que no sabía decir que “no”. Decía “sí” cuando en realidad muchas veces era “no”. No obstante, me las arreglé para pasar una infancia y una adolescencia muy felices.

A los 16 años viendo en televisión un documental donde mostraban un reemplazo valvular aórtico, sabiendo mi marcada inclinación por la medicina, decidí ser cirujano cardiovascular (nada menos). Para mí la receta no podía fallar porque en el colegio no me iba nada mal y me sabía dueño de una gran capacidad de trabajo y un gran poder de sacrifico para obtener lo que me propusiera, y con ese norte, puse manos a la obra.

En 1978 ingresé en la Facultad de Medicina de Buenos Aires, graduándome en diciembre de 1983. En mayo de 1984, comenzaba mi primer año de residencia en cirugía general y todo marchaba sobre ruedas en el plano profesional, pero en 1985 sobrevino uno de los golpes más duros que me tocó sobrellevar, la muerte de mi madre. Nada pudimos hacer, removiendo cielo y tierra para que se curara, me refiero concretamente a mi maravillosa familia con mi padre a la cabeza y mi hermana Graciela a quien debo hacer un sentido homenaje por la devoción y abnegación en el cuidado de mamá hasta sus últimos días.

Pero el golpe no fue solamente duro para nosotros tres sino para sus hermanos (mis queridos tíos) y sus sobrinos (mis queridos primos) ya que era una excelente madre, hermana, hija y amiga. Es el día de hoy que diariamente me acompaña con su cariño, con su sonrisa y con sus tiernas caricias.

Pero la vida sigue y que mejor para mí que sumergirme en el mundo del trabajo y de la ciencia. Terminé mi residencia en cirugía general y en mayo de 1987 comenzaba mi residencia en cirugía cardiovascular con el Dr. Favaloro en el Sanatorio Güemes. En aquellos años la Fundación Favaloro estaba en plena construcción. Y ahí me veía yo, concretando mi sueño de hacer cirugía cardiovascular en el centro más prestigioso de Argentina: Literalmente “tocaba el cielo con las manos”, pero la vida estaba allí agazapada para asestarme más golpes duros (tal como tantas veces me lo decía mi padre): La vida marchaba muy bien en lo profesional y regular en lo personal, con altibajos, con buenas relaciones con el sexo opuesto y otras no tan buenas. Lo cierto es que con 30 años logré mi sueño de obtener mi título de cirujano cardiovascular.

A partir de este momento comienza el verdadero sufrimiento en mi vida basado en las malas elecciones que en realidad no fueron malas ya que me permitieron crecer y ser quién soy hoy: La primera mala elección fue casarme con la persona equivocada, pero en realidad creo que fue una mala elección por ambas partes ya que ella no me nutrió como persona y yo no la nutrí a ella. La toma de conciencia de esa mala elección tardó varios años en manifestarse ya que el amor inicial limaba todas las aristas, pero la procesión iba por dentro como decían nuestras abuelas.

En los comienzos todas las relaciones son buenas hasta que el tiempo y la convivencia desnudan las crudas incompatibilidades o por el contrario te muestran que estas al lado de tu alma gemela. Este no fue mi caso, pero mareado con la vida profesional, formado en un medio súper competitivo donde no me sentía incómodo, sumado a mi espíritu aventurero, decidí aceptar una oferta laboral en España. Y allí estuve viviendo y trabajando por el lapso de un año.

Corría el año 1991 y decidí regresar a Argentina engañado por un proyecto muy prometedor pero ilusorio (mi segunda mala elección) y eso sumado al estado de salud de mi padre, me inclinaron hacia la vuelta.

Mis dos malas elecciones y sobretodo la segunda en aquellos años ya que para mí era muy importante mi profesión, fueron calando hondo en mi ser y me hicieron sufrir en aislamiento. En definitiva a quién le iba a echar la culpa de lo que me ocurría?, cuando el responsable absoluto de mi toma de decisiones era exclusivamente yo. Y el problema no es equivocarse porque todos tenemos errores en la vida, el tema es corregirlos y aprender de ellos. Pero por aquellos años evidentemente no podía, y estaba inmerso en la telaraña que yo mismo me había construido. Me encontraba mal en mi casa y mal en el trabajo y no podía salir de esa situación ya que ese “niño adaptado” seguía diciendo “sí” cuando en realidad era “no”.

La vida iba transcurriendo sin pena ni gloria, algo asi como ir al cine y ver una mala película de clase B. Así fue que el final de 1994 me sorprendió con uno de los momentos más difíciles que me han tocado enfrentar en lo personal: La que por aquel entonces era mi esposa, estaba embarazada de Gonzalo, mi primer hijo, y lo que parecía ser un soplo de aire fresco, se vio oscurecido por dos grandes golpes: El primer hecho fue la muerte de mi padre en un accidente fatal en su viaje a visitarnos en las cercanías de Bahía Blanca, ciudad donde residíamos.

Ese fue un golpe demoledor para mí. Aún recuerdo el dolor que para mí significó el hecho de recoger sus efectos personales en el lugar del accidente y contemplar el coche totalmente destrozado, tan destrozado como mi corazón. La vida fue especialmente dura con él y se transformó en un tipo duro (nunca en mi vida lo vi llorar, excepto con la muerte de mi madre). Y murió como vivió y cansado de tantos golpes se fue, ya era tiempo de volver a casa…

Pero la vida estaba esperándome con otra sorpresa: A 15 días de la muerte de mi padre con las lágrimas frescas en mis ojos, me diagnosticaron un cáncer espinocelular que por la extensión y la ubicación tenía un muy mal pronóstico ya que se ubicaba en el cuero cabelludo en la región parietal izquierda con gran extensión infiltrando el periostio (la capa más externa de los huesos, en este caso del cráneo).

El panorama era desolador, de pronto me encontraba con la noticia del nacimiento de mi hijo, hijo que tal vez no vería crecer, haciendo un balance muy pobre de mi existencia, si es que me tocaba partir.

Entre el diagnóstico y la cirugía, pasaron 15 largos días y mi ánimo estaba por los suelos aunque trataba de demostrar la fortaleza que en ese momento no tenía. Bastaba con ver la cara de mis colegas cuando evitaban mi mirada y salían al cruce con comentarios triviales de la vida, o cruzaban la calle y me saludaban de lejos, o peor aún me miraban con cara de velatorio.

Mi ex mujer, embarazada, lloraba y acompañaba como podía. Con 35 años mi cabeza no paraba de pensar, tratando de buscarle explicación a lo que no podía comprender. Estaba enojado con la vida y me preguntaba, ¿por qué a mí? y por otro lado me aferraba a la profunda fe católica que me trasmitiera mi madre y a su vez me sentía profundamente solo (estaba rodeado de mucha gente pero me sentía tremendamente solo).

Esos días, mientras esperaba que llegara el día de mi cirugía vivía una gran disociación: Por un lado, lucía fuerte ante los demás y por dentro estaba completamente desolado con pensamientos recurrentes que rondaban permanentemente a la muerte, mi muerte nada menos, solamente mitigados por el sueño de ver nacer a mi hijo.

Ese tipo de pensamientos son bastante frecuentes en la población en general, dado nuestros sistemas de creencias, pero si a eso le sumamos que el enfermo es un médico o un profesional del ámbito de la salud, la cosa se multiplica exponencialmente y el futuro se contempla como muy sombrío.

Con este panorama, el día sábado 10 de diciembre de 1994 me encontraba en casa solo sin grandes planes excepto ver boxeo por la tarde (afición que compartía con mi padre desde muy pequeño). Esa fecha tan precisa quedará gravada en mi memoria por siempre ya que ocurrió un hecho increíblemente revelador para mí.

Esa tarde, luego de la visita de un médico amigo, me dispuse no con demasiado ánimo a pesar de mi afición a ver los preliminares de la gran pelea.

Había una gran expectación en el mundo del boxeo en Argentina porque peleaba por el título nuestro querido Jorge “Locomotora” Castro, ese gladiador urbano que se fue abriendo paso por la vida a las piñas desde su Caleta Olivia natal y que tantas satisfacciones deportivas nos diera a todos los aficionados al boxeo en Argentina.

Castro era el campeón mundial de su categoría en ese momento, pero la fama, la vida desordenada y su poca dedicación al gimnasio, sumado a la calidad de su adversario hizo que llegara al día de la pelea ofreciendo muchas ventajas. Ventajas que en el máximo nivel profesional se tornan prácticamente insalvables. Tan es así que la mañana de la pelea, antes del pesaje oficial, tuvo que trotar por más de una hora alrededor de la caldera del hotel donde se disputaba la pelea para dar el peso de la categoría y no ser descalificado. Esa ventaja es un handicap muy alto y una actitud casi suicida. Pero eso lo sabía todo el mundo del boxeo y las apuestas previas a la pelea eran ampliamente favorables al retador oficial, John David Jackson, dueño de un estilo exquisito, potente y con una precisión, velocidad y estado atlético envidiables.

La expectativa era tremenda y ahí estaba yo, frente al televisor bebiendo de a sorbos mi cerveza fría, expectante de la pelea pero a su vez con mi cabeza luchando contra mis propios fantasmas. Hasta ese momento desconocía que en la próxima hora iba a obrar un cambio profundo y transformador en mí, en aquella triste y calurosa tarde de diciembre.

Y llegó el momento tan esperado, allí estaba Locomotora Castro en Monterrey, México con su mirada desafiante puesta en su gran rival y con una fe en sí mismo a prueba de balas.

Suena la campana, primer round, se terminaron todos los análisis y las especulaciones, había llegado la hora de la verdad. Generalmente el primer round en una pelea de estas características es de estudio, donde cada rival con respeto al contrincante suele medir la distancia, velocidad y potencia de los golpes. Pero en esta pelea no fue así: la diferencia de velocidad y precisión era tan grande que Jackson ganó el primer round por escándalo con un Castro lento y pesado que no pudo conectar ni un solo golpe. El segundo round fue más de lo mismo. Hacia el tercer round, que fue un calco de los dos anteriores, yo estaba totalmente “metido” en la pelea y ya no pensaba en mi enfermedad ni en la muerte.

El cuarto y quinto round confirmaron el monólogo, Castro estaba recibiendo una soberana paliza. Sobre el sexto round, que fue un calco de los anteriores, me encontraba totalmente desencajado animando constantemente a Castro como si estuviera en Monterrey al pie del ring side. Pero el golpe salvador no llegaba y el séptimo round ya se había ido. En el octavo, Castro hacía lo que podía con su rostro ensangrentado y recibiendo un castigo tremendo, a pesar de lo cual se lo veía lento pero fuerte y con una gran fe en si mismo.

El noveno round me sorprendió gritando y alentando al campeón herido y a la vez que decía una y otra vez “pégale aunque sea una”, golpeaba con fuerza el respaldo de mi sillón con el puño cerrado. Sentía que era como si el de pantalón blanco con vivos celestes (Castro) fuera la salud y el de pantalón negro con vivos dorados (Jackson) fuera el cáncer al que me tocaba enfrentar. Y que de un golpe dependiera la diferencia entre la vida y la muerte.

Y el milagro sobrevino al minuto 2:43 del noveno round, un tremendo e inapelable golpe de Castro puso knock out a Jackson. Mi adrenalina circulante dio paso a un estado de euforia incontenible y mis gritos de alegría se confundían con una vocecita interior que me decía, ¡se puede!

Esa fe inamovible en si mismo de Castro era posible y eso era lo que yo tenía que imitar para vencer a mi enfermedad. Es más muchos boxeadores, en la posición de Castro hubiesen abandonado la lucha y yo no estaba dispuesto a pertenecer a ese grupo.

Los días posteriores pasaron de la euforia a un claro estado de positivismo y me preparé de la mejor manera posible para la cirugía. No sentí miedo por la cirugía en sí, sino por la incertidumbre de definir exactamente la localización de la lesión, su extensión y las futuras implicancias pronósticas.

La cirugía fue bastante cruenta y prolongada, requiriendo un injerto cutáneo y un vaciamiento ganglionar extenso ya que había afectación ganglionar. El post operatorio fue doloroso pero controlable: a la semana estaba comenzando con la rehabilitación en el gimnasio y a los quince días me reincorporé al trabajo aunque sentía intensos dolores en mi hombro izquierdo. Al mismo tiempo comencé con las cesiones de radioterapia que en total duraron tres meses hasta completar los 6.000 rads.

Durante ese tiempo vi como la vida pasaba en cámara lenta ante mis ojos hasta que llegó el nacimiento de Gonzalo en marzo de 1995 un día tan maravilloso como el nacimiento de Lucas, mi segundo hijo.

Durante los años posteriores, con mucho optimismo hice un gran esfuerzo para tratar de aceptar mi situación laboral y personal, cosa que me fue imposible.

Con la completa recuperación física, había llegado el momento de decir la pura verdad sin importar las consecuencias ni la opinión de los demás…

Primero sobrevino un muy cruento y traumático divorcio y posteriormente la tan anhelada desvinculación laboral.

Hoy en día soy un hombre completamente libre y feliz e inmensamente agradecido a la vida por estar muy cerca de mis seres más queridos.

Lo escépticos podrán argumentar que mi curación se debió exclusivamente al correcto accionar del cirujano y la radioterapia, sin embargo yo creo profundamente que esos dos factores aislados no son suficientes y que mi fe y mi actitud positiva jugaron un papel decisivo para restituir mi sistema inmune, contribuyendo de esa manera a la completa restitución de mi salud.

Este relato, tan real como la vida misma, solo pretende llevar un mensaje esperanzador para quienes como yo tienen que enfrentar situaciones similares. Alejémonos de aquellos que, desde su ignorancia y escudados tras una bata blanca, se convierten en asesinos de la esperanza. Créanme, ¡¡¡se puede!!!


Este relato fue publicado en el Libro de Stella Maris Maruso, “EL LABORATORIO INTERIOR” Nuevas historias para sanar que merecen ser contadas. Y mi queridísima Stella Maris hace su comentario final sobre mi relato:

“Nuestra inteligencia racional con toda su capacidad de análisis no es capaz de alcanzar lo esencial. La sabiduría del corazón unida a la sensibilidad pueden hacerlo.

Ni el empirismo ni la razón, ni cualquier combinación entre ellos, nos permite acceder al territorio del sentimiento de estar vivos y a la fuerte convicción de que todo es posible. No deja de sorprenderme este testimonio de mi querido amigo del alma, que logró a través de ¡una pelea de boxeo! activar su fe y despertar una actitud saludable para enfrentar su viaje de sanción. Él fue inspirado por el espíritu combativo de un boxeador utilizando las imágenes que sus sentidos captaron, despertando una sensibilidad que transformó su abatimiento y sufrimiento en fe irrebatible. Esta experiencia, más allá de su forma, puede ser considerada como una experiencia de trascendencia”.

“ Los miedos sostenidos en catástrofes imaginarias anestesian nuestra sensibilidad y nos tornan susceptibles. Esta es la verdadera catástrofe que debemos prevenir y disponemos de herramientas para lograrlo”

«El LABORATORIO INTERIOR» Stella Maris Maruso